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Cyprian Norwid o Polonia en el alma
La poesía polaca, como el resto de la cultura de Polonia, no ha tenido otro modo de asomar la cabeza en España que a través de pequeños ventanucos. Y a menudo sin la justa curiosidad que muchos de sus representantes se merecen. Si algo conocemos un poco más de Polonia es su historia. Una historia famosa por su mala estrella. Pocos pueblos han sufrido tanto tiempo un destino más trágico que el polaco, especialmente en los dos últimos siglos. Desde 1795 hasta bien entrada la segunda década del siglo XX Polonia fue una nación en lucha permanente por recuperar su identidad, una nación sin estado que sus vecinos condenaron a muerte en varias ocasiones borrándola literalmente de los mapas.
Durante decenios al pueblo polaco se le prohibió hasta hablar su propia lengua y se le sometió a atroces deportaciones que continuaron hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, condenando así a generaciones enteras a la muerte o al exilio, muchas veces, en condiciones extremas. Por si todo esto aun no fuera suficiente, sus vecinos del este y del oeste la invadieron con saña en 1939 y se repartieron sus despojos según unas condiciones acordadas en secreto en las cláusulas del Pacto Ribbentrop-Mólotov.
Durante decenios al pueblo polaco se le prohibió hasta hablar su propia lengua y se le sometió a atroces deportaciones que continuaron hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, condenando así a generaciones enteras a la muerte o al exilio, muchas veces, en condiciones extremas. Por si todo esto aun no fuera suficiente, sus vecinos del este y del oeste la invadieron con saña en 1939 y se repartieron sus despojos según unas condiciones acordadas en secreto en las cláusulas del Pacto Ribbentrop-Mólotov.
De lo que vino acto seguido no creo necesario refrescar ahora tamaña hecatombe. Bastaría con volver a ver dos películas, El Pianista y Katyn, de Roman Polanski y Andrzej Wajda, para hacerse una idea del horror inaudito que alemanes y soviéticos practicaron con frialdad inhumana en carne polaca.
En circunstancias históricas semejantes es comprensible que “emigración” y “Polonia” sean términos que sufran de una cierta sinonimia. En realidad, lo más sobresaliente de la intelectualidad polaca, si quiso seguir viva y libre, tuvo que desarrollar su trabajo en otros países y aprendiendo otras lenguas. Es el caso de Chopin y de Conrad, de poetas como Mickiewicz o Slowacki, de geólogos y exploradores como Malinowski y Strzelecki, de pintores como Chelmonski o Czapski, de investigadores científicos tan universales como Marie Curie o Aleksander Wolszczan y de tantos otros… Y también de Cyprian Norwid.
Norwid fue un artista inclasificable y genial. Cosecha del mismo año de Flaubert, Baudelaire o Dostoievski, 1821. Estudió pintura en una escuela asentada en el céntrico palacio Zamoyski de Varsovia, el mismo palacio donde vivió Chopin entre 1827 y 1830 al que, sin embargo, no conocería personalmente hasta muchos años después, cuando los dos residían en París. Huérfano de madre a los cuatro años, testigo a los nueve de la insurrección polaca de 1830 que causó deportaciones en masa y violencia represiva en el interior del reino, Cyprian Norwid se nos antoja el perfecto emblema doliente de su patria. Artista culto y heterogéneo, pintor, escultor, traductor, poeta, dramaturgo, la desgracia nunca dejó de perseguirle hasta la muerte: exiliado en Francia, más tarde vagabundo en Norteamérica, infatigable viajero por Europa, amante de lo griego y pobre y sordo y casi ciego. Mil veces rechazado por editores y mujeres termina en el olvido y no es capaz de evitar la miseria. Dicen aquellos que lo acompañaron en sus últimos meses que lloraba con frecuencia y que no quería levantarse de la cama. Así es como muere en un asilo de ancianos de Ivry, a las afueras de París, en plena primavera de 1883. Hoy su tumba, en el cementerio polaco de Montmorency, no es más que un símbolo porque sus restos no se encontraron.
Si hablo de Norwid es porque su poesía es tan grande que a pesar de haber sufrido los peores avatares de desprecio y ostracismo sigue viva, incluso más viva y necesaria que hace un siglo. Obras como Vade-Mecum o Prométhidionse cuentan entre lo más excelso de la lírica europea del siglo XIX. Y resulta, por ello, incomprensible que sigan básicamente inéditas en lengua castellana. Al menos yo no he conseguido encontrar edición alguna en nuestra lengua, por lo que me he visto obligado a leer sus poemas más célebres en traducciones inglesas y francesas, con la excepción de su celebérrimo Piano de Chopin cuya versión por parte de Xavier Farré deja bastante que desear, dicho sea de paso.
Norwid, náyades |
Precisamente es en este poema donde podemos encontrarnos con unos versos lapidarios y un tanto enigmáticos que, en mi opinión, vienen a sintetizar espléndidamente la posición estética de Norwid. El poema, que forma parte de la ya citada Vade-Mecum, fue escrito en 1863 en París a resultas de una noticia que había llegado a los oídos del poeta procedente de Varsovia: en plena insurrección contra las tropas rusas del zar varios miembros de la Resistencia Nacional lanzaron bombas caseras al paso del general Berg, a la sazón gobernador del zar en Polonia, desde el último piso del palacio Zamoyski. El general salió ileso, no así uno de sus ayudantes y los caballos de la escolta que resultaron heridos. En represalia, el ejército ruso arrojó por una ventana del último piso del palacio a un hijo del conde Zamoyski que nada tenía que ver con el atentado. Precisamente, en la tercera planta del edificio tenía su apartamento Izabela Barcinska, hermana de Chopin. Y entre sus enseres de familia contaba con un piano que había sido el preferido del músico. El palacio fue confiscado y aprovechando esa circunstancia los guardias irrumpieron en las viviendas arrasando con todo y lanzando por las ventanas el mobiliario que se encontraban a su paso. De este modo fueron a parar a los pies de la estatua de Copérnico libros, cuadros, manuscritos y también el querido piano de Chopin.
Norwid, la corona de laurel |
Será el conocimiento de estos hechos lo que provoque la escritura del poema que concluye así (me permito traducirlo del francés): “¿Y tú? ¿y yo? Entonamos a la par el juicio/ y clamamos: “Alégrate por fin, posteridad”/ y las sordas piedras gimieron,/ contra el suelo se estrelló el ideal”.
¿De esta manera tan violenta acaso pueden reconciliarse alguna vez la belleza del arte y la realidad de la historia humana?
Norwid, en otro poema titulado Cenizas y Diamantes nos dejó dicho:
“Al arder no sabes si serás libre/ si sólo quedarán cenizas y confusión/ o se hallará en las profundidades/ un diamante que brille entre la ceniza”.
Así, con esta terrible incertidumbre, hemos de morir algún día todos los hombres miserables.
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